Sinopsis:
Virtual es una chica superdotada que crece sometida a un estricto régimen de aprendizaje en casa. De repente su vida da un giro radical al verse inmersa en una serie de fenómenos paranormales. Necesitará algo más que inteligencia para afrontar sus nuevos retos en el despertar a la vida, a las relaciones sociales, al amor y a su destino, que está ligado al mismísimo destino del Universo.
Ana Moon es el seudónimo de una autora que escribe diversos géneros. En esta saga hace un homenaje a los temas clásicos de la ciencia ficción en una historia que lleva a la protagonista a una aventura literalmente cósmica.
Algunas reseñas de blogueras sobre mi obra:
"Me descubrí queriendo saber y entender más de la historia, así que aun teniendo la intención de leerla poco a poco, me fui de un tirón desde la tercera parte, más o menos, hasta el final. ¿Lo recomiendo? Sí. Es un libro bien escrito, entretenido y que te va a gustar sobre todo si eres fan de la ciencia ficción y/o los temas científicos." -Limeña Introvertida.
"Debo decir que la lectura de esta novela ha sido de lo más interesante, desde un punto de vista de que no sabía muy bien lo que podía esperar de ella. He disfrutado con la lectura y eso se debe a varios factores. El primero, es el lenguaje con el que la autora va narrando las aventuras de la protagonista Virtual, haciendo uso de unas palabras frescas y un estilo irónico aderezado con unas gotas de humor que sorprenden al lector, sobre todo cuando estamos ante un género como es el de la ciencia ficción que, en ocasiones, puede pecar de ser un tanto pretencioso.
En segundo lugar, el otro acierto de 'Memorias de Virtual' son sus personajes. Virtual, es dicharachera, directa, punzante, sabe lo que decir en cualquier momento y algunas de sus frases son de lo más interesantes. El resto de los personajes están también bien trabajados y complementan muy bien la trama, que es amena, entretenida y lo más importante, engancha hasta el final." -Cazadora de Historias.
"Este es el primer libro que leo de Ana y quedé tan enamorada de su forma de escribir que no demoraré en leer la siguiente. No cuenta con muchos personajes pero cada uno de ellos es una pieza fundamental del puzzle que nos hará conocer a la protagonista, así mismo todos ellos cuentan con personalidades de lo más dicotómicas que te harán odiarlos, quererlos y desconfiar de ellos una y otra vez. Se leen rapidísimo gracias a que la trama tiene un ritmo frenético, una prosa cuidada y una protagonista encantadora por el bueno uso de su sarcasmo." -Paula de Grei
"Tardé muy poco tiempo en saber que este libro es especial. La manera que tiene Ana para contar la historia con una narración simple, fácil y con un sentido del humor muy singular, me encantó. Ana Moon sabe escribir seduciendo al lector con sus sarcásticos diálogos recurrentes." -Yo leo novela
"Algo que quiero recalcar y que me ha gustado mucho es que todo lo que cuenta la historia está muy bien encajada, es decir, tienes que fijarte en las reacciones de los personajes o en los nombres al principio porque luego cuando pasas las páginas entiendes muchas cosas. Todo, absolutamente todo, tiene su porqué y encaja de una manera fascinante. Pertenece a las novelas que dices -Un capitulo más y se acabó- pero luego un capítulo se acaba convirtiendo en 10." -Viviendo entre historias
PREFACIO
El
anuncio parpadeaba en el monitor.
Buscamos
una persona para residir en nuestra mansión y realizar las
siguientes tareas: inventario de la colección de arte existente en
la casa, crítica artística de la misma, preparación de la defensa
jurídica en caso de su posible falsificación, y proyecto de reforma
arquitectónica del edificio, así como otras tareas que pudiesen
surgir.
Sonaba
perfecto. El trabajo era pan comido y me daría nuevas posibilidades,
dinero, libertad, una vida lejos de mis padres adoptivos... Pocos
minutos atrás habían salido por la puerta, pero la idea de una
mansión resultaba más atractiva que la de estrenar aquel minúsculo
apartamento que me acababan de regalar por mi mayoría de edad. Me
inscribí en medio minuto. Sólo había un par de problemas. El
primero, que yo estaba indocumentada, al menos hasta que el
despistado de Max trajese el documento de identidad, caducado, que
nunca tuve que utilizar y que tenía en su poder desde que yo era un
bebé. El segundo, que no podría cruzar el país con la pequeña
cantidad que Estela había dejado sobre la mesa aprovechando un
despiste momentáneo del otro. Cerré los ojos desanimada. Perdería
una buena oportunidad por culpa, como no, de esos dos.
La
débil vibración bajo mis pies hizo que los abriera de nuevo a
tiempo... por suerte. El coche -¡en el que me había materializado!-
se dirigía directo hacia un acantilado. Mi única lección de
conducir en cierto simulador iba a venir bien. Agarré el volante,
puse los pies en el lugar correcto y obedecí como una autómata al
cartel de carretera que contenía la dirección del anuncio.
CAPITULO UNO
Masas
de nubarrones negros flotaban sobre la serpenteante y solitaria
carretera de un solo carril, y la distancia hasta el borde del
acantilado se podía adivinar gracias a los relámpagos que cruzaban
el cielo. Por suerte se trataba de un modelo con cambio automático.
“¡Por
todos los demonios! ¿Cómo llegué hasta este coche en marcha?
¿Magia... o locura?”
Solté
una carcajada nerviosa a la que siguieron un par de lagrimones que
empañaron mi visión.
“Oh,
venga, no es el momento de ponerse a llorar; mueve tus temblorosas
manos y sécate esas lágrimas”, ordenó mi instinto de
supervivencia.
Cada
nueva curva constituía una prueba para mi recién estrenada
habilidad conductora, hasta que tras un abrupto giro pude ver
aparecer la casa, como salida de una película de misterio o de uno
de mis mejores videojuegos, con su impresionante fachada de piedra
recortándose contra el oscuro horizonte, bajo los danzarines rayos.
Detuve
el coche a pocos metros de la entrada y sentí un estremecimiento,
más por miedo a lo desconocido que por efecto del clima, pues aunque
el viaje había sido demasiado inesperado como para agarrar un
abrigo, no sentía ni pizca de frío, a pesar de la baja temperatura
que mostraba el panel del salpicadero. Ya tenía demasiado en lo que
ocupar mi mente como para detenerme a averiguar por qué había
dejado de ser de repente una friolera crónica. Tal vez de la
impresión me había subido la fiebre, o quizá estaba muerta y por
eso no sentía algo tan banal y mundano.
Pero
no quiero que me malinterpretéis, estimados y desconocidos lectores,
puedo bromear acerca de aquello... ahora. Por supuesto que estaba
muerta, pero de miedo. Si estuviera en vuestro lugar —y
da igual lo acostumbrados que podáis estar a leer novelas de
fantasía—, probablemente pensaría que si una cosa así me
ocurriese, tendría un infarto o perdería el juicio en el acto.
Pero, lo cierto es, y yo no lo supe hasta entonces, claro, que una
vez que pasas por una experiencia semejante, de alguna manera, de
algún modo, sigues viviendo. Supuse que era el instinto, y al mismo
tiempo me observaba como desde fuera de mi cuerpo, maravillada por
sentir algo que despertaba en mi interior: una capacidad de
autocontrol que nunca había tenido ocasión de poner a prueba.
“Bien,
¿y ahora qué? No puedo llamar a la puerta sin una cita previa...
¡Genial! Ahora empieza a diluviar. Pues no queda otra, inventaré
alguna excusa y buscaré refugio ahí”.
Subí
corriendo los escalones que llevaban a la puerta principal y toqué
el timbre. Me llevó un par de segundos conectar el hecho de que no
se viesen luces encendidas con la posibilidad de que no hubiera
habitantes. A punto de dar la vuelta para regresar al coche, advertí
que la puerta se empezaba a abrir. Un hombre mayor y enjuto emergió
de la semi penumbra interior. Su pálida piel, cabeza calva y ojos
hundidos bajo espesas cejas fueron el recibimiento que tuve. Parecía
mudo, o se había quedado demasiado sorprendido o molesto como para
decir nada.
—Yo...
perdone pero creo que el coche tiene una avería y ... mi móvil no
tiene cobertura así que no puedo llamar a mi seguro —inventé
sobre la marcha—.
¿Podría usar su teléfono, por favor? Es decir, si tiene uno.
El
lejano sonido de un timbre telefónico, con el típico tono antiguo
de película en blanco y negro, despejó mi duda. Al fin escuché la
voz de aquel desconocido.
—Puedes
usarlo... cuando deje de sonar y sepa quién llama.
Tan
pronto como se perdió en las sombras volví a oír sus sigilosos
pasos.
—La
llamada es para ti.
Aquello
resultaba casi más extraño que mi viaje mágico.
—¿Disculpe?
Debe de ser un error.
Me
miró de arriba abajo y frunció el ceño.
—Estás
aquí por la oferta de trabajo, ¿no? Haber empezado por ahí. Lo de
tu coche puede esperar. Acompáñame.
Lo
seguí en estado de aturdimiento
hasta un gran salón. Alguien estaba sentado junto a la chimenea, en
el otro extremo de la mesa del teléfono, iluminado por el tenue
reflejo de las llamas. No me apetecía saludar a un segundo
desconocido, y él tampoco se giró para averiguar quién atendía la
llamada.
—¿Diga?
—le dije al auricular en un susurro.
Una
voz enérgica sonó en mi oído.
—Buenas
tardes. Me llamo Alejo Estefan, soy el dueño de la casa, encantado.
Verás, le dije a mi secretario que estoy demasiado mayor para
agotadoras entrevistas, así que lo mejor sería poner un anuncio
junto con la dirección, y el primero que llegase, se llevaría el
trabajo. Siempre tendremos ocasión de tomar las medidas oportunas si
no nos satisface, ¿verdad? —dijo, terminando con una carcajada—.
De manera que llamé a ver qué tal, y voilâ,
así que enhorabuena, el trabajo es tuyo, querida. Estamos en
contacto, que descanses.
No
me dio opción a responder, de haber estado en condiciones de
reaccionar: la señal de comunicando se mezclaba con el ruido de los
ventanales aporreados por la lluvia. Lentamente alejé el auricular
de mi oreja y colgué mientras repasaba lo que acababa de escuchar.
El hombre mayor no se veía por ninguna parte y el ocupante del
sillón junto a la chimenea parecía tan absorto en su lectura que mi
presencia le había pasado inadvertida, o indiferente por completo.
La
cálida luz que emanaba del fuego actuó como un imán sobre mis
embotados sentidos. Me detuve cuando mi sombra se posó sobre su
cabeza. El lector pareció despertar de repente; se levantó de
golpe, dio la vuelta con la misma rapidez y dejó caer el libro entre
sus manos al toparse con mi presencia.
—Por
todos los... ¿Se puede saber de dónde sales, como un maldito
fantasma?
—Estoy
aquí por la oferta de trabajo.
—La...
¿oferta de trabajo?
—Alejo
Estefan me acaba de decir—
—Ah,
vale, ahora lo entiendo. No, no quiero saber nada acerca de ese
loc... acerca de mi queridísimo tío.
Recogió
el libro del suelo y me miró fijamente mientras sacudía la cabeza.
—Mira,
no sé qué trama ni me interesa tampoco, pero lo mínimo que merezco
es un poco de tranquilidad después de todo, así que recuerda, hagas
lo que hagas, la última planta está prohibida para ti, es mía por
completo, ¿entendido?
No
me gustaban su tono ni sus miradas, pero decidí hacer una broma para
romper el hielo. Parecía la mejor idea, a falta de práctica real en
el mundo de las interacciones sociales.
—¿Y
eso por qué? ¿Está la loca de tu mujer escondida ahí arriba?
Levantó
tanto las cejas que desaparecieron detrás de su rubio flequillo.
—¿Cómo
dices?
—Sí,
como en Jane Eyre,
ya sabes, la novela de Charlotte Brönte.
—Sé
qué novela es. ¿Eres siempre así de ingeniosa, como te llames?
Si
era aficionado a la lectura ya teníamos algo en común. Decidí ser
civilizada, me vendría bien ampliar mi nulo círculo de amistades.
—Ay,
sí, no me he presentado. Todos me llaman Virtu —dije, esperando
que no notase el intento de fingir que tenía cien amigos.
Hizo
una pausa y me miró como si hubiese contado un chiste al que no
pillaba la gracia.
—¿Quieres
decir que tu nombre es Virtudes?
—No,
no, viene de Virtual —respondí, sintiendo vergüenza ajena por los
dos raritos que me habían tocado como padres.
Reprimiendo
a duras penas una sonrisa burlona, se dirigió hacia la puerta y
desde allí se giró un momento.
—Yo
me llamo Esteban, pero no me puedes llamar Este... Por cierto,
curioso calzado.
Iba
en calcetines, puesto que me había descalzado en cuanto llegué al
apartamento. Regresé de golpe a la realidad: toda mi ropa estaba a
muchos kilómetros de allí y tardaría en recibir la primera paga.
El hombre mayor apareció con una hoja de papel y un bolígrafo.
—El
señor Estefan me acaba de enviar el contrato. Tu habitación es la
de invitados aquí en la planta baja, la que está justo enfrente de
esta puerta. Mañana podrás ver el resto de la casa. Aquí tienes
una copia de la llave de la puerta principal, para que entres y
salgas libremente.
Leí
el breve contrato enseguida y se lo devolví firmado.
—Por
cierto, me llamo Amancio. Buenas noches.
Mi
nueva habitación superaba en superficie a mi apartamento por
estrenar. Era la primera estancia de la casa una vez traspasado el
hall y su gran ventanal daba al exterior: el coche seguía en el
mismo sitio. La decoración era sobria pero acogedora. Mis pies semi
desnudos agradecieron el detalle del suelo de madera. Había poco
mobiliario, con lo que el espacio parecía aún mayor. Sobre una mesa
de nogal se veía un portátil de última generación y una pila de
cuadernos, bolígrafos y lápices. El fuego estaba encendido en la
chimenea del rincón. En el gran armario, por suerte, encontré ropa
femenina de mi misma talla, incluso zapatos. Las prendas no casaban
con mi estilo pero ya hubiese sido mucho pedir. Un pequeño pero
completo aseo estaba en una sala anexa. Me tumbé en la mullida cama
y sentí al fin plena relajación. Si aquella iba a ser mi nueva
residencia durante una temporada, suponía un gran cambio con
respecto a lo que me había ofrecido el destino hasta el momento.
Hasta
ese día en que alcancé la mayoría de edad, mi
vida había sufrido poca variación en su rutina diaria: horas y
horas frente a la pantalla del ordenador o delante de algún libro,
con pausas para resolver rompecabezas. Recordé la oleada de emoción
y la pizca de miedo que me habían subido por el pecho en el momento
en que Max y Estela cerraron la puerta para dejarme sola. Mi nuevo
hogar no era un espacio mucho mayor que el habitual, pero sin ellos
parecía enorme. No se me ocurría mejor regalo que un apartamento,
por pequeño que fuese. Era la primera vez que adivinaban mis deseos,
y el consejo de Max acerca de la oferta de trabajo también me
sorprendió de manera grata. Aunque podía ser su manera de darme a
entender que tenía que devolver a un tacaño crónico como él hasta
el último céntimo invertido en aquel piso.
Esos
dos habían llevado demasiado lejos sus teorías acerca de la
educación en casa, con la excusa de sacar el máximo partido de mi
cociente intelectual, que superaba los 250 puntos. El de Einstein era
180, y el de cierta camarera de Las Vegas,
238; el caso es que yo los superaba a ambos.
Seguí
mirando al techo y rememoré una de las numerosas ocasiones en que,
sin éxito, había tratado de obtener información del porqué de
semejante existencia.
—Pero
mamá, ¿por qué no puedo ir al cole como los demás niños? He
leído que el contacto social es esencial en nuestro desarrollo.
—Necesitas
educación especial. Y no me llames mamá, no somos tus verdaderos
padres, no lo olvides nunca.
Cómo
o por qué me adoptaron era un gran misterio. No mostraban instinto
paternal ni se parecían a esos padres sacrificados y encantadores
que salían en muchas películas; su único interés era convertir mi
cerebro en una inmensa y orgánica enciclopedia. La utilidad de todo
aquello estaba por ver, y yo me moría de ganas por cambiar de aires.
El pequeño adosado del que apenas salía era ya una prisión
insoportable.
—No
está mal, para ser un regalo, claro. A caballo regalado no le mires
el diente ¿Pero en serio es para mí? ¿No hay truco? —les había
dicho al entrar en el apartamento.
Por
toda respuesta obtuve breves y frías sonrisas y una apresurada
despedida. Yo también deseaba perderlos de vista y quedarme a mis
anchas de una vez. Pero el destino me había llevado hasta aquella
casa, habitada por desconocidos, a partir de un accidente paranormal.
Tal vez el cambio sería demasiado radical como para salir airosa.
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